Entre las posibles clasificaciones de los humanos está la de aquellos que salen frescos como una lechuga después de un evento social y los que salen machacados. Cuando no está claro a qué grupo se pertenece, hay una prueba infalible para detectarlo: imaginemos una boda. Si pensar en ocho o diez horas de interacción social produce pereza máxima (sin llegar a la ansiedad), se pertenece a la categoría de los introvertidos, un colectivo que está saliendo del armario social para reivindicar su espacio. Frente a los extrovertidos, los reyes de todas las fiestas, las personas introvertidas están asumiendo sus limitaciones sin culpa alguna. No hay nada malo en ello: como explica la periodista Marta Peirano en El País, la gente puede gustar y, al tiempo, agotar. Solo hace falta saber cuándo se llega al punto de saturación.
Durante años se estableció una equivalencia entre ser tímido y ser introvertido. Sin embargo, no es lo mismo. Una persona tímida va a sentir ansiedad y falta de confianza en un acto social. Sufre ante la idea de compartir opiniones o tener que expresar su criterio.
Por el contrario, una persona introvertida puede moverse bien en el terreno social, incluso ser un buen relaciones públicas. Sin embargo, prefiere la soledad, su mundo interior o las reuniones a pequeña escala.
Como explicó Carl Jung, la introversión, la timidez y la extroversión nunca se dan en dosis puras. Todos tenemos algo de estos rasgos y es el propio ambiente el que determina que nos sintamos más o menos participativos. Sin embargo, entre los cinco tipos de personalidad predominantes, el tipo responsable suele ser el que más tiende a la introspección. Por su parte, el neurótico puede alternar momentos de extraversión extrema con otros de introversión profunda.
Socializar agota. Mantener las formas, escuchar, procesar información, filtrar lo que contestamos o decidir qué compartimos nos cansa, independientemente de nuestro perfil de personalidad. Pero la manera de gestionar ese cansancio es distinta entre los introvertidos y los extrovertidos. En este segundo caso, se vive como una fatiga compensada y la razón está en los niveles de dopamina cerebral.
La dopamina es la hormona que regula nuestro sistema de recompensa. Cuando algo nos gusta mucho, tenemos un nivel de dopamina alto. Los extrovertidos tienen un sistema de recompensa más activo que los introvertidos. Socializar les cansa igual, pero lo sienten como una compensación que puede sustanciarse en cosas tan concretas como obtener el teléfono de alguien o, simplemente, sentirnos apreciados en el grupo, ya que este tipo de personalidad concede mucha importancia a la validación social.
Los introvertidos tienen un sistema de recompensa más exigente o menos activo. Priorizan la soledad y la reflexión, y huyen de las multitudes. En suma, no les compensa interaccionar con grupos grandes.
Los perfiles extravertidos tienen fama de ser más flexibles, positivos y optimistas. También se dice que trabajan mejor en equipo y crea un buen ambiente de trabajo. Por estas razones, de manera habitual, los expertos en selección de personal suelen preferir las personalidades más sociables. Pero en un mundo y en un mercado de trabajo cambiante, los valores de la instrospección comienzan a ser valorados porque conectan con otra tendencia en auge: recuperar el silencio y escuchar nuestro yo interior. Las personas introvertidas hacen gala de estas cualidades:
Visto así, ser introvertido no está nada mal. Al ser muy empáticos, nunca van a desentonar en ningún evento social. Ni van a quedar mal ni nos van a hacer quedar mal. Pueden no ser la alegría de la huerta, pero sí esas personas-refugio cotizadas en muchas reuniones sociales: los perfiles educados con los que da gusto tener una conversación tranquila.
Por parte de ellos, es fundamental que se conozcan a fondo para saber cuál es ese punto de saturación social del que hablábamos al principio. Conocerse a fondo no les resultará difícil. De hecho, es algo a lo que dedican mucho tiempo, así que es seguro que sabrán desplegar sus propias estrategias para no pasar de ser el perfecto invitado al perfecto borde. Decidir que la fiesta del trabajo durará solo un par de horas o que el domingo se pasará en soledad tras un sábado intenso son esas cosas que hace cualquier introvertido consciente de serlo.