El dicho lo dice: rectificar es de sabios. Y si revisamos nuestro refranero popular, seguro que encontramos un par de expresiones más en este sentido. Sin embargo, y a pesar de que equivocarse es lo más natural de este mundo, reconocer que hemos cometido un error nos cuesta. Y mucho. Incluso cuando todas las pruebas están en nuestra contra, pedir perdón y admitir que nos hemos confundido es una tarea prácticamente titánica. Tanto que a veces nos negamos a reconocerlo y buscamos excusas, argumentos que defiendan nuestra postura, que nos justifiquen, que digan no, en realidad no me he confundido, lo que pasa es que… etcétera, etcétera.
Según el filósofo Leon Festinger, cuando nuestras creencias se dan de bruces contra la realidad, muchas veces preferimos buscar la manera de justificarnos que admitir nuestro error. Es lo que se conoce como teoría de la disonancia cognitiva, una hipótesis que sugiere que las personas se ven motivadas a defender sus ideas y comportamientos cuando dos creencias entran en conflicto. Para equilibrar la balanza entre aquello que pensamos y aquello que vemos, es decir, entre nuestras creencias y la propia realidad, muchas veces decidimos obviar el error, justificarlo para que encaje con lo que está sucediendo para poder generar así una cierta coherencia interna.
El pensador estadounidense llegó a esta conclusión en la década de 1950, cuando investigó a un pequeño grupo religioso que creía que un platillo volante los rescataría del apocalipsis que caería sobre la Tierra el 21 de diciembre de 1954. Cuando al día siguiente se despertaron y comprobaron que, efectivamente, el mundo seguía tal y como lo habían dejado al acostarse, los religiosos se negaron a aceptar la realidad, tal y como recogió el filósofo en su obra ‘When Prophecy Fails’ (‘Cuando la profecía falla’, en español). En su lugar, para enfrentarse a su propia disonancia cognitiva, se justificaron diciendo que Dios había decidido perdonarlos.
Aunque no seamos religiosos ni creamos en el apocalipsis o la fuerza de un Dios supremo, reconocer los errores nos cuesta. Y puede ser por cualquier motivo: ya sea por un tema político, una idea científica o hasta una completa bobada. Para la psicóloga Cristina Ropero, de Heroicamente, esta reticencia muchas veces aparece por un problema de autoestima, ya sea alta o baja. “Una autoestima poco sana puede ser la causa por la que a algunas personas les cuesta admitir sus errores”, apunta. “Una autoestima sana implica admitir tus defectos y virtudes y aceptar tus limitaciones como persona”, explica. “No ser capaces de admitir un fallo nos indica que tenemos una autoestima deteriorada”.
La doctora señala que admitir un error cuando tenemos una autoestima o un nivel de autoexigencia muy alto puede dañarnos a nosotros mismos, y lo mismo cuando tenemos la autoestima baja, ya que, en estos casos, admitir un error puede reforzar este sentimiento de inferioridad. “Cuando creo que no soy capaz de conseguir algo, lo intento y veo que efectivamente no lo consigo, reforzamos, aunque sea de manera irracional, nuestros pensamientos de autovalía”, apunta.
A la hora de relacionarse, ser incapaces de admitir nuestros errores es un problema, sobre todo a la hora de formar vínculos fuertes con los demás. No reconocer que estamos equivocados nos impide mostrarnos vulnerables con otras personas, nos obliga a mostrar siempre nuestra mejor versión y, como consecuencia, muchas veces acabamos teniendo dificultades para establecer una relación profunda con los demás.
En este sentido, la doctora apunta al papel que pueden jugar las redes sociales en la imagen que tenemos de nosotros mismos. A pesar de los muchos beneficios que sitios como Facebook, Instagram o Twitter pueden aportarnos, estas redes también pueden distorsionar nuestra percepción, hacer que nos exijamos más o que nos sintamos inferiores a otras personas por no tener la vida que ellos muestran en las redes, una vida que, la doctora apunta, no es más que un escaparate. “Lo que se muestra en las redes no es más que un pequeño porcentaje de la vida”, afirma. “Las comparaciones juegan malas pasadas”, añade.
Para evitar estas comparaciones que pueden dañar nuestra autoestima y, en consecuencia, impedir que seamos capaces de admitir nuestros propios errores, la doctora destaca la importancia del autoeconocimiento. “No puedes cambiar algo que no conoces”, explica. Por eso, debemos identificar qué es lo que nos afecta y cómo interfiere en nuestras vidas para luego avanzar, poco a poco, hacia la aceptación. “Hay que saber cuál es el objetivo e ir a por él”, defiende. Además, a la hora de admitir un error, debemos preguntarnos qué es lo peor que nos puede pasar. “Esto te hace relativizar”, señala. “Muchas veces, exponernos a lo que nos da miedo también nos ayuda a admitir el error que hemos cometido”, defiende.